Marc Gasol. Fuente: FEB

José Manuel Rodríguez Huertas

@ANDALUCIAOLIMPI
11 de agosto de 2015, 17:19

Los Juegos Olímpicos poseen la magnética capacidad de regalar momentos de una intensidad inusitada. Hoy, Tokio 2020 ha mostrado parte de esta quintaesencia en la confluencia del término de las finales de salto de altura masculino, triple salto femenino y los 100 metros para hombres. Antológico -aquí está justificado el uso recurrentemente incorrecto de histórico- el récord del mundo de Rojas, memorable para Italia el abrazo de los advenedizos campeones olímpicos Tamberi y Jacobs sobre la pista, e inolvidable para España la medalla de bronce de Peleteiro, batiendo dos veces la plusmarca española.

Coincidente con las prestaciones finales de Ana Peleteiro, la más grande competidora que tiene España -habrá mejores deportistas, pero ninguna posee el carácter ganador de la gallega-, en otro lugar de Tokio, sin cámaras ni flashes, se vivía otro momento para los anales del deporte: el sorteo de cuartos de final del torneo de baloncesto masculino emparejaba a la selección española más competitiva de nuestra historia con Estados Unidos.

Alejen toda turbación. Eliminen de su mente toda apelación a la mala fortuna. Hemos tenido suerte. Es el partido, con mayúsculas. Es la ocasión que deseaban, aun sin saberlo, los que quedan de nuestra generación dorada. Los que han vivido y sufrido las derrotas en las finales olímpicas de 2008 y 2012, y la semifinal de 2016, ante el mismo rival. Los que, siendo campeones del mundo, siempre han convivido con la sombra de que lo hicieron sin ganarles a ellos, los americanos.

Es el duelo que tenía que ser y será, y cuando tenía que ser, sin medallas de consolación para el perdedor. Es el todo o la nada para ambos. Es la oportunidad de los que se despiden para ganar… No una medalla, es lo de menos, sino esa última cumbre que aún no conocen.
Es el gran baile. El último baile.