Juan Carlos Molina, bravura a ciegas en la nieve y en el asfalto

Juan Carlos Molina.

Juan Carlos Molina.

El granadino ha sido uno de los 3 deportistas españoles que ha competido en Juegos Paralímpicos de invierno y de verano. Ganó un bronce en ciclismo en Barcelona’92 y en esquí 2 oros y otro bronce en Lillehammer’94 y Nagano’98.

Jesús Ortiz García

Jesús Ortiz García

@JesusOrtizDXT
24 de octubre de 2020, 12:00

Cada día, mientras correteaba con los amigos por las calles del barrio Carretera de la Sierra, Juan Carlos Molina tenía el privilegio de poder contemplar el macizo montañoso granadino. Lo tenía a escasos kilómetros de casa, pero no fue hasta los 16 años cuando se calzó los primeros esquís. En Sierra Nevada se forjó un bravo y audaz deportista que desafiaba cada colina lanzándose a 100 kilómetros por hora a ciegas, sorteando obstáculos y realizando saltos valiéndose de la voz y los gestos de su guía. Esa tenacidad e ímpetu le permitieron esculpir un gran palmarés, pero no solo en la nieve, también sobre el asfalto a golpe de pedales.

Tiene el honor de ser uno de los 3 españoles, junto a Miguel Ángel Pérez Tello y Magda Amo, de haber competido en Juegos Paralímpicos de invierno y de verano. Como ciclista luce un bronce en Barcelona’92 y como esquiador, un oro y un bronce en Lillehammer’94 y otro metal dorado en Nagano’98. “Nunca me he puesto barreras, al menos para las cosas que me gustaban, siempre lo he intentado”, afirma con esa determinación con la que esquivó barreras a raíz de que le detectaran retinosis pigmentaria. “De pequeño, cuando jugaba al fútbol no veía a los compañeros que venían por los lados y tropezaba mucho, pero lo achacaba a que era más torpe o despistado”, cuenta.

Poco antes de hacer el servicio militar, su madre insistió en que tenía problemas para ver. “Por la noche perdía visión nocturna, si iba por un sitio oscuro tenía que ir acompañado. Me realizaron unas pruebas y, efectivamente, había perdido parte del campo visual, algo que ha ido empeorando con los años, tengo menos de un 10% de visión en ambos ojos. No hice la ‘mili’, pero me dieron la tarjeta blanca porque me alisté voluntario”, dice entre risas. Tenía 17 años y decidió afiliarse a la ONCE para conocer “un mundo nuevo”. En la delegación de Granada, Pedro Morillo, que estaba reclutando a gente para la sección de ciclismo, le animó a montar en tándem. Molina, siempre atrevido, aceptó el reto.

Todo fue vertiginoso para él, arrancó a finales de 1991 y al año siguiente, en su debut en el Campeonato de España mordió un oro en la contrarreloj por equipos junto a su paisana Belén Pérez y una plata en la ruta guiado por José Espigares. “Fue en mi ciudad, estaba arropado por mis familiares y amigos, es una de las carreras que más cariño le tengo”, confiesa. Ese logro fue el aval que le otorgó un puesto en la imberbe selección española que acudía a los Juegos Paralímpicos de Barcelona’92. “No me lo creía, jamás lo hubiese soñado porque no me dio tiempo a pensar en ello. Fue una experiencia inolvidable, espectacular y única. Lo que más me sorprendió fue ver a tantas personas con discapacidades tan diferentes que dejaban a un lado sus limitaciones. Eso me hizo crecer mucho como persona”, recuerda.

Poco antes de la magna cita, su guía se partió la clavícula y la ONCE le asignó como piloto al vallisoletano José Santiago. Apenas tuvieron unas semanas para encajar: “Nos compenetramos muy rápido, desde el principio hubo química, éramos muy cercanos y nos llevamos genial. ‘Josito’ me manejó muy bien emocionalmente, me ayudó, me motivó y me transmitió positividad, por eso el resultado fue fantástico”. En la Ciudad Condal, la novata dupla española realizó medio recorrido en solitario y alcanzó el bronce. “Fue una carrera compleja, luchamos mucho para mantener la posición. Incluso lo pasé mal porque había tomado café para estar más despierto y me afectó, me revolvió el estómago y tuve que parar para vomitar”, cuenta.

Tras Barcelona continuó su andadura sobre la bicicleta y se asentó con Rafael Turatti como guía, consiguiendo algunos podios en pruebas nacionales. A nivel internacional tuvieron un discreto papel en el Mundial de Bélgica en 1994, “sufrimos un pinchazo y no pudimos reaccionar, una pena porque estábamos en forma para lograr medalla”. La presea sí llegó en la crono del Europeo de 1995 en Altenstadt (Alemania) con un bronce. En los Juegos de Atlanta’96 cambiaron la carretera por el velódromo y no estuvieron finos en la persecución, en la que el tándem español fue 16º. Ahí decidió dejar el ciclismo y centrarse en exclusiva en el esquí alpino, modalidad que ya practicaba desde 1990 y con un gran rendimiento.

Eso sí, le costó adentrarse en esta disciplina. “Cuando era niño iba a Sierra Nevada para tirarme en trineo, pero un tío mío falleció allí y mi padre, que trabajaba en la estación, perdió la alegría por la nieve, nunca nos promovió subir, no quería que practicásemos deportes de invierno. Todo cambió cuando cumplí 16 años y un amigo mío, Víctor, me enseñó a esquiar. Al final comprendió que el esquí me hacía sentir feliz y libre”, recalca. Los éxitos llegaron pronto, ya que en su primer año compitiendo se colgó dos platas en el Campeonato de España en Baqueira Beret, una en esquí alpino y otra en esquí de fondo. Un año después, en el mismo escenario se hizo con dos oros.

Fue el preludio de su ‘Veni, Vidi, Veci’ en los ‘Juegos Blancos’. No pudo tener un mejor estreno ya que en Lillehammer (Noruega) conquistó, con Joan Solá, el oro en descenso, aventajando en más de un segundo al gran favorito, el galo Stéphane Saas. “Rompimos los moldes de lo que venía siendo habitual, el francés lo ganaba todo, no había manera de vencerle. Y eso que con Joan solo tuve antes un par de concentraciones, nos aclimatamos pronto y nos coordinamos muy bien. La pista tenía una pendiente con un grado de dificultad muy alto y ese día salimos volando, pero por suerte encauzamos el desnivel con destreza y nos llevamos la victoria”, rememora.

Dos días más tarde volvió a pisar el podio con un bronce en supergigante. Aunque no pudo evitar la caída en el slalom, mientras que fue descalificado en el gigante. En esa época todavía no se había implantado el sistema de auriculares y micrófono por ‘bluetooth’ para comunicarse y, por tanto, se encomendaba a la voz y a los movimientos de su guía. “Me hacían gestos con los brazos y al igual que los copilotos de rally me iban cantando las curvas, los giros, los saltos… No quedaba otra que tener mucha confianza en ellos para no darte un buen tortazo”, añade. En el siguiente ciclo paralímpico su compañero fue José Luis Alejo, que después se convertiría en uno de los entrenadores españoles con más experiencia y victorias en la Copa del Mundo.

“Correr con él era increíble, nos entendíamos, teníamos una buena relación de amistad”, apunta. Durante cuatro años dibujaron sobre la nieve una sincronización perfecta y esa conexión y voracidad les granjeó un buen puñado de medallas internacionales. Las primeras cayeron en el Mundial de 1996 en la estación austríaca de Lech, donde el dúo español alcanzó el oro en descenso y en supergigante. Tres preseas doradas sumaron en el Europeo del 97 en Baqueira, del que guarda una curiosa anécdota. “Mi guía contactó con el programa ‘Sorpresa, sorpresa’ de Antena3 porque uno de mis deseos era montarme en un bobsleigh e ir a más de 120 kilómetros por hora por esos tubos de hielo. Y nos invitaron una semana a St. Moritz (Suiza), fue una pasada, una experiencia maravillosa que siempre le agradeceré”, explica.

Lanzado llegó a Nagano’98, sus cuartos Juegos Paralímpicos, los segundos sobre el manto blanco. En los Alpes japoneses volvió a brillar tras revalidar el oro en el descenso. “Esquiamos muy rápido y limpio, fue una prueba bonita que nunca olvidaré. La cara amarga es que allí sufrí la única lesión de mi carrera, me caí en el gigante y me dañé los ligamentos laterales de la rodilla derecha. Fue mi última medalla como deportista ya que ahí dejé de competir”, asegura.

Tras casarse se trasladó con su mujer a Cádiz y estuvo ejerciendo como fisioterapeuta durante tres años. Luego llegó a la ONCE como animador sociocultural y en la institución también ocupó el cargo de director en Torremolinos y el de jefe del departamento de juegos de Málaga. Desde hace año y medio es gerente comercial en la Zona Suroeste de España. “He seguido practicando deporte, pero a nivel familiar, nada de competir. A mi hijo le estoy metiendo el gusanillo por el ciclismo, el esquí y los deportes de nieve, es una manera de volver a disfrutar lo que ya viví. Apenas tiene siete años y me dice que él también quiere ganar medallas. Hace poco le dije todo lo que había conseguido y se enorgullece, quiere que las pongamos en una vitrina para tenerlas a la vista. Estoy muy satisfecho por haber aportado mi granito de arena a la historia del deporte español para ciegos”, finaliza Juan Carlos Molina, un ejemplo de fuerza, esfuerzo y tesón sobre nieve o carretera.

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